Una fiesta en El Deán


Grabado de la Fiesta de Jardín de la Emperatriz, en el Palacio de El Deán (1845).
Grabado de la Fiesta de Jardín de la Emperatriz, en el Palacio de El Deán (1845).

Si bien la personalidad de la emperatriz Mariana no estaba precisamente orientada al sentido del deber, y cumplía casi a regañadientes con las funciones caritativas de las fundaciones que presidía, se sabe bien que no ponía reparo alguno en aquellas otras que le permitían desahogar toda la diversión que siempre le había gustado. Siendo El Deán la hacienda en la que docenas de veces sus padres habían organizado largas fiestas, a la Emperatriz no se le hizo nada raro evocar ese grandioso pasado cada vez que podía.

 

Debido a que el Palacio se encontraba algo alejado de la ciudad, las celebraciones que tenían lugar en El Deán no se realizaban por las noches, sino que se trataban de fiestas durante el día en las que, si el clima acompañaba sobre todo en verano, se utilizaban los jardines del lugar. El cumpleaños del Emperador y las fiestas patrias se festejaban siempre con imponentes desfiles militares que recorrían la calle Bolívar y fastuosos bailes en el Palacio de Gobierno de Quitburgo.

 

La Fiesta de Jardín de la Emperatriz de 1845

Por su parte, la celebración más importante del Deán tenía lugar cada 27 de julio, día del cumpleaños de Mariana, y se llamaba Fiesta de Jardín de la Emperatriz, entre las que destacó particularmente la de 1845, cuando cumplió cuarenta años de edad, y que describiremos a continuación:

 

Las invitaciones se hicieron con cuatro meses de anticipación para que pudieran ser entregadas en los distintos puntos del Imperio donde residían los más de mil quinientos invitados, todos escogidos personalmente por la misma Emperatriz entre la más rancia aristocracia quiteña. Los asistentes tuvieron que viajar por semanas hasta Quitburgo, abarrotando los únicos dos hoteles que tenía la ciudad por aquel entonces, hospedándose con amigos y familiares en sus mansiones citadinas o, los más afortunados, en las quintas y palacetes que se habían ido levantando con los años en Conocoto.

 

Los invitados comenzaron a llegar desde las nueve de la mañana, ya cuando la Emperatriz había asistido a misa y desayunado en compañía de su familia en el Comedor de Estado, donde se servía esta comida en ocasiones especiales en contraposición al tradicional Comedor de la Familia. Alrededor de las nueve y treinta de la mañana los primeros en aparecer fueron los tres Príncipes, ya adolescentes, que mantuvieron ocupados a los asistentes mientras sus padres, y en particular su madre, se terminaban de arreglar para lucir perfectos. Los criados recorrían de un lado a otro ofreciendo agua y fruta.

 

A las diez en punto la banda recibió la orden de tocar la Marcha Imperial, Sus Majestades salieron de la habitación, recorrieron parte de la Galería, atravesaron el patio y salieron por la puerta del pabellón de habitaciones directamente al Jardín de Emperadores, donde todos aguardaban. Cuando aparecieron, los invitados realizaron una profunda reverencia que duró alrededor de un minuto, en lo que los Emperadores subieron al estrado que se había preparado para la ocasión, después rompieron en hurras y aplausos.

 

Antonio I lucía un impecable uniforme militar con todas sus medallas más importantes y la banda de la Orden de la Virgen de Quito, que era la que otorgaba la Emperatriz. Por su parte Mariana se veía radiante con un amplio vestido dorado y bastante escotado en los hombros, diseñado por su amigo Jean Helmé, y sobre el que también lucía la banda de la Orden que ella presidía, además de la tiara de Solanda que tanto le gustaba. En lo que respecta a los invitados, los caballeros habían recibido la orden de ir con traje o uniforme militar, mientras que las damas con vestido de Corte (largo y escotado) y diadema; todos debían lucir sus medallas y la banda de la Orden más alta que se les haya otorgado (si poseían una).

 

Un ejército de sirvientes, todos perfectamente uniformados, repartieron el vino espumante en pocos minutos a todos los invitados, justo a tiempo para el brindis que hizo el Emperador y las cortas palabras de agradecimiento de la Emperatriz. A partir de ese momento el alcohol no dejó de fluir y se abrieron las mesas de bocaditos, llenas de fruta, bollos y carnes frías al estilo español y alemán. Mientras tanto, la fila para el besamanos a Sus Majestades se demoró casi cuarenta minutos en terminar.

 

A las once de la mañana los Emperadores bajaron del estrado y comenzaron a mezclarse con los invitados, compartiendo amenas pláticas y respetando una regla que se había impuesto en las invitaciones "no hablar de política"; aunque es de imaginarse que los asistentes se habrán saltado continuamente aquel pedido en las conversaciones que mantenían entre ellos. Algunas personas aprovechaban para pasear por los jardines y el parque.

 

A las doce del mediodía se anunció la comida dispuesta en el patio de habitaciones, por lo que los invitados abandonaron los jardines y pasaron a este otro espacio. El lugar estaba totalmente decorado con banderas del Imperio y arreglos florales en cada rincón; las quince mesas eran largas y daban cabida a un centenar cada una, todas cubiertas por finos manteles de lana blanca y adornadas con papel y flores. La vajilla fue de porcelana francesa con las armas de los Sucre-Quito en cada pieza, la cubertería de plata Christoffle, los vasos de vidrio y las copas de cristal austriaco, todo de lo más fino que se había visto en el territorio y que la familia imperial había adquirido a lo largo de los años.

 

El arzobispo de Quitburgo bendijo los alimentos y mientras una banda ubicada en el rincón tocaba música más tranquila, se sirvió una comida de cuatro tiempos que a muchos recordó el festín de coronación que había tenido lugar quince años atrás en el paseo de La Alameda:

  • Sopa: de cebolla a la francesa
  • Entrada: puchero nacional (res, carnero, tocino, gallina, ternera, garbanzos, yuca, zanahoria blanca, camote, pera y durazno)
  • Carnes: pernil de cerdo, asado de res, lengua seca, tortillas de sesos
  • Aves: pernil de pavo, gallina cocida, pato asado
  • Pescados: trucha escabechada
  • Ensaladas: lechuga y tomate, pepinillos y coliflor, cascos de alcachofa
  • Salsas: de pera, de uvilla, de hongos, ají
  • Postres: torta de almendras y dulce de leche, helados de guanábana, mora y taxo, frutas (manzana, pera, uva, mango, plátano)
  • Bebidas: coñac, Burdeos, champany, ginebra, moscatel, resolís y aguardiente

Según marcaba la etiqueta, los primeros en levantarse de la mesa fueron los Emperadores a eso de la una y treinta de la tarde. Entonces todos les siguieron y pasaron nuevamente al Jardín de Emperadores para descansar unos minutos a la sombra de los árboles antes de que empezara la fiesta de la tarde.

 

El sol brillaba sin llegar a ser sofocante y la música sonaba con compases alegres, por lo que a las dos de la tarde los Emperadores decidieron abrir el baile con un minuet, y a partir de ese momento la diversión parecía imparable, incluso para los más viejos que miraban a los jóvenes desde las sillas y sillones dispuestos bajo los frondosos árboles y junto a las esculturas de importantes emperadores de la historia universal.

 

Los primeros invitados comenzaron a retirarse alrededor de las seis de la tarde, aunque la mayor parte permanecieron hasta después del espectáculo de fuegos artificiales que había preparado Antonio I como una sorpresa para su esposa. La pareja imperial se retiró a descansar a las once de la noche, dando la orden de que a los invitados que quedaban se los atendiera en los salones de Estado del primer patio. El último en abandonar el palacio se fue a la una y treinta de la mañana.